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Luis Guillermo Lumbreras: Quise ser sacerdote

Luis Guillermo Lumbreras. Caricatura: Tito Piqué

Luis Guillermo Lumbreras. Caricatura: Tito Piqué

16:36 | Lima, dic. 27 (ANDINA).

Por Susana Mendoza

El destacado arqueólogo recibió el premio La Casona que otorga la universidad de San Marcos a quienes influyen en nuestra cultura. Luis Guillermo Lumbreras, un eterno curioso y conversador, comparte aspectos de su vida en esta entrevista.

¿Le parece que la arqueología es una disciplina ninguneada en nuestro país?
-Uhmm, no…La arqueología como disciplina científica es relativamente nueva en América latina. Fue una actividad relacionada a las bellas artes, la creación literaria ligada a la construcción de mitos sobre la historia del Perú…

¿Ser arqueólogo fue una decisión rara en su vida?
-Decidí serlo porque me fue gustando poco a poco. Ingresé a la universidad con el objetivo de ser político. Me tocó ser hijo de hacendado y vi qué marcada fue la división entre los que vestían, comían y hablaban diferente a nosotros. Me produjo angustia observar que en mi espacio social y familiar ocurría eso.

¿Lo afectó?
-Recuerdo todavía una imagen que me marcó muchísimo: dos policías trasladando a un campesino muy pobre por la plaza de armas de Huamanga a puntapiés. Él se quejaba que tenía cosas que hacer y no podía limpiar las letrinas de la comisaría.

Por eso quiso ser político…
-Sí, pero mi vocación fue ser médico, y también tuve una etapa en la que quise ser cura. A los 11 años estudié en Lima, en La Recoleta, y me impresionó mucho la imagen de San Ignacio de Loyola, al punto que escribí mi primer libro sobre él, a los 14 años.

Usted ha sido…
-Bien raro (risas). En realidad me entusiasmó escribir sobre San Ignacio de Loyola, Iñigo López de Recalde, cuando vi una película sobre él en el colegio. Él se enamoró de la infanta de Castilla, y como ella no le hizo caso decide ser soldado. Quedó herido y rengo, y con ninguna posibilidad de continuar en el ejército. Eligió ser cura y junto con otros amigos crearon la Compañía de Jesús.

¿Era un niño especial?
-Lo que pasa es que en mi casa, todos éramos raros (risas)… Mi madre era matemática; mi hermano mayor, Hugo, médico investigador, mi hermana también matemática… ¡Todos éramos locos!...

¿Le molestó sentirse raro?
-Nunca me sentí especial. Como cualquier niño busqué enamorarme, no sabía cómo era eso, y por eso andaba en la reflexión de lo que era la teoría del amor (risas)… Pero reconozco que no tuve infancia, y que muy pronto me dediqué a estudiar e investigar. Leí sobre el virrey Conde de Lemos, y luego El Quijote.

¿Qué le ocurrió en su vida para elegir ser arqueólogo?
-Yo no sé. La arqueología es una disciplina muy divertida porque uno trabaja con tiestos, tejidos, artes, y cosas muy diversas; y comencé recreándome un poco con las piezas que encontraba en la hacienda de mis padres, unas “caritas”, así le llamaba, que eran unas piezas antiguas de cerámica del estilo Wari…

Era un agrandado…
-Yo era uno de esos muchachos pesados y charlatanes. Desde muy joven participé en conferencias de arqueólogos, levantaba la mano y hacía preguntas pesadas; eso me permitió tener amistades “viejas”. Mis amigos fueron 20 años mayores que yo.

¿Ser ayacuchano fue determinante en su vida?
-Fue muy importante. Desde muy niño fui testigo de las diferencias entre mundo indígena y criollo. De los hacendados y campesinos. Comencé a observar que no sólo habían problemas étnicos sino también de clases sociales.

¿Habla quechua?
-De niño me prohibieron hablar quechua, nos decían que iba a malograr nuestro castellano. Era una vergüenza hablarlo. Aprendí realmente, cuando estuve en la universidad, ya grande, casi como en señal de protesta, cuando me presenté a dictar una cátedra en Huamanga, a partir de los 20 años.

¿En ese momento afloró su identidad ayacuchana?
-Uhmmm… yo diría que afloró el día que vi a los policías maltratar al campesino, hasta que fui testigo cómo unos indios alzados hablaron cara a cara con la gente. Ese día decidí declararme indio yo también.

O sea que llega a la arqueología para afirmar su identidad…
-Me fui dando cuenta que era una posibilidad de rescatar lo que somos nosotros.

Ganó el Premio Nacional de Cultura y el de investigación científica en la década del 70, ¿se fortaleció su ego?
-¡Fue demasiado para mi! Yo estaba muy avergonzado porque me pareció que otras personas se lo merecían. El premio Humboldt por investigación científica me honró mucho, fui el primer latinoamericano que lo recibió.

¿Ese premio le cambió la vida?
-No, no; pero me sirvió mucho porque recibí dinero, nunca había recibido tanto (risas) y me permitió pagar todas mis deudas y comprar mi casa.

¿Qué cosa le cambió la vida?
-Trabajar en la universidad de Huamanga durante seis años. Gané una cátedra y estuve allí entre 1960-1966. Hice mi posgrado en realidad, porque para enseñar estudié el doble para volcar mis conocimientos en un lenguaje muy simple.

¿Los alumnos eran un problema?
-No, lo que pasa es que la mayoría tenía como lengua materna el quechua y hablaban el castellano con dificultad. En general, nos enseñan a hablar español pero no a leerlo, y la lectura siempre es en lenguaje difícil. Tropecé con estas dificultades y por eso creamos la clínica del lenguaje, para corregirlas.

¿Es natural ser investigador y docente?
-No, pero creo que todo investigador debe enriquecerse enseñando.

No se requiere de una habilidad especial…
-No, no, es un deber hacer.

¿Para usted fue un deber o tuvo habilidad?
-Uhmm… le confieso que odio dar clases (risas) pero me gusta hablar. Tuve profesores muy habladores como Raúl Porras Barrenechea.

¿Por qué le enoja enseñar si es tan buen conversador?
-Me molesta dar clases, no enseñar. Cuando uno dicta un curso, se tiene que someter al rigor de hablar sólo sobre lo que se indica, tiene que cosificar el conocimiento.

¿La investigación es un acto solitario?
-Lo es porque se requiere de mucho tiempo de reflexión, pero también se necesita del diálogo. Uno se equivoca mucho, y yo siempre parto de la tesis de que me equivoco todo el tiempo.

¿Es fácil ser investigador y tener familia?
-Para uno si, pero es difícil para la familia (risas) porque uno vive una especie de claustro y rodeado de categorías que no pueden compartir.

¿Usted piensa todo el día?
-Uhmmm… no paro de pensar, creo que hasta durmiendo pienso (risas).

¿Se siente un hombre simple?
-Soy un hombre simple, y quiero serlo. Lo que si creo es que soy raro. Me lo dicen mis hermanos, mi familia (risas).

¿Cuál es la mayor satisfacción que le ha dado la arqueología?
-Cuando empecé a estudiar arqueología, éramos tres arqueólogos en el Perú. Hoy somos mil, y el 80 por ciento que trabaja no lo hace de manera continua, pero lo hace bien. Esto ha ocurrido en los últimos 30 años.

¿Le hubiera gustado ser santo?
-Cuando tenía 11 años. Ahora no hay cómo (risas).

(FIN) Variedades


Publicado: 27/12/2010