El día amaneció soleado. En la Plaza Mayor de Puno, la música resonaba desde temprano, y los colores de los trajes tradicionales llenaban de vida el corazón de la ciudad. Era martes 4 de noviembre, día de San Carlos Borromeo, patrono de la diócesis y fecha en la que Puno celebra también su día. Frente a la plaza arbolada, imponente y silenciosa, la Basílica Catedral de Puno abría sus puertas como cada año, testigo de siglos de fe, historia y resistencia.
Templo con historia y alma
La construcción de la Catedral se inició en 1669 y culminó en 1757, durante la llegada del Conde de Lemos a la ciudad. Su fachada pertenece al estilo barroco mestizo, un arte nacido del encuentro entre el mundo andino y el europeo. Cada piedra de su frontis —tallada con esmero en las canteras de Ichu y Sillustani— narra una historia.

Sobre la puerta principal, el visitante puede ver al niño atlante sosteniendo el peso del cielo, y encima, a San Miguel Arcángel venciendo al demonio. Más arriba, la Virgen María, rezando, coronada por dos ángeles. A su alrededor, los santos doctores San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino custodian la escena. En el nicho principal, un vacío: el lugar donde alguna vez estuvo la imagen de Cristo, perdida tras el incendio de 1930. Hoy solo queda la paloma del Espíritu Santo y la figura de Dios Padre en lo alto, conformando —aunque incompleta— la Trinidad.
En los extremos del frontis, los evangelistas San Mateo y San Marcos están acompañados por figuras insólitas: sirenas andinas tocando charangos. Estas tallas, únicas en el país, son un símbolo del mestizaje artístico que caracteriza a la Catedral. Debajo, un puma y un cóndor andino vigilan las puertas como guardianes del templo, junto a flores de cantuta, la flor nacional del Perú. El puma representa la protección; el cóndor, la fuerza y conexión con los dioses. En otro lado, un colibrí parece posarse eternamente sobre la piedra: símbolo de abundancia y buena suerte.
Entre el fuego y la fe
El año 1930 marcó una herida profunda: un incendio destruyó buena parte del interior del templo. Aun así, sobrevivieron reliquias que hoy son tesoros del arte sacro puneño. En el antiguo bautisterio, se conserva una casulla tejida en bayeta andina, decorada con flores de cantuta y el cristograma jesuita IHS. Otra, más elaborada, brilla con hilos de oro y un bordado de un pelícano alimentando a sus crías, símbolo del amor y sacrificio de Cristo.

Una custodia de oro y plata, que antes se utilizaba en las procesiones del Corpus Christi, permanece ahora en exhibición. Son testigos silenciosos de un pasado devoto que resiste al tiempo.
Bóveda, santos y leyendas
La Catedral, de bóveda de cañón, se alza amplia y luminosa. En sus altares laterales, se mezclan santos europeos y locales. Dos de ellos son propios de Puno: el Señor de la Columna, una imagen descubierta por obreros indígenas en una piedra durante la construcción, y la Virgen de Cancharani, hallada por pastores en una roca cercana al cerro que lleva su nombre. Ambos son símbolos de fe local, nacidos de la tierra y el pueblo.
Junto a ellos se encuentran advocaciones traídas durante la evangelización: la Virgen de la Merced, patrona de las Fuerzas Armadas; la Virgen del Carmen, la Virgen de los Remedios y el Señor de la Misericordia. En el altar principal, tres figuras femeninas representan virtudes: Esperanza, con un ancla; Bondad, con niños; y Justicia, con los ojos vendados. En el centro, el triángulo con el ojo de Dios, símbolo de la Trinidad.

La cúpula, punto más alto del templo, representa la eternidad divina. Sostenida por cuatro arcos, en cada base reposa un evangelista: Marcos con su león, Mateo con un toro, Juan con un águila y Lucas con un ángel. Desde allí, los cuadros tallados a mano en el techo completan la armonía del conjunto.
En una cripta descansan tres obispos que marcaron la historia religiosa de la ciudad: Valentín Ampuero (1914), Fidel María Cosío (1933) y Julio González Ruiz (1986).
Rescatando lo sagrado
Detrás del esfuerzo por conservar este patrimonio se encuentra un pequeño equipo liderado por el padre Gerardo Córdova, el padre Carlos Miguel Mestanza y Pilar, coordinadora del proyecto turístico de la Catedral. Juntos impulsan la iniciativa Adopta un Altar, que busca recuperar los retablos dañados y despintados por el tiempo.

"No se puede querer lo que no se conoce", dice Pilar, convencida de que abrir las puertas de la Catedral al público ayudará a que los puneños redescubran su riqueza patrimonial. Las familias locales han empezado a sumarse: una de las más tradicionales de Puno ya adoptó el altar del Señor de la Misericordia, y las labores de restauración están por comenzar.
En las cuatro esquinas del templo se pueden ver soles tallados en piedra. No son simples adornos. Son marcas de identidad. Los artesanos que construyeron la Catedral, descendientes de los antiguos habitantes del altiplano, dejaron así un mensaje silencioso: por más católica que fuera la obra, seguía perteneciendo a su cultura. Antes de la Catedral, en ese mismo lugar se erigía el templo indígena Supay Kancha, o recinto del diablo, destruido para dar paso al templo cristiano. Los soles fueron, entonces, una forma de resistencia y de permanencia.
En el campanario, tres campanas permanecen mudas. Una de ellas fue alcanzada por un rayo. Desde allí, el visitante puede contemplar el Lago Titicaca y la ciudad que se extiende a sus pies. Las piedras del campanario conservan marcas de los antiguos canteros: sus firmas, sus huellas.

El viejo órgano, hoy averiado e irremplazable por falta de piezas, descansa protegido por el Ministerio de Cultura como patrimonio cultural de la nación. Antaño, acompañaba las misas con melodías que se mezclaban con el viento del altiplano.
Latido de una ciudad
Mientras la tarde cae, las pandillas puneñas siguen bailando en la plaza, con trajes llenos de color y movimiento. En contraste, la Catedral se mantiene firme, silenciosa, testigo de siglos de historia.

Su piedra mestiza guarda el eco de dos mundos que aprendieron a convivir: el andino y el cristiano. Y hoy, gracias a quienes la cuidan, la Catedral de Puno vuelve a contar su historia; no solo como templo, sino como símbolo vivo de identidad, arte y fe.