Andina

Semblanza de cómo creció Lima en sus 482 años de mestizaje continuo

Plaza San Martín. Foto: ANDINA

Plaza San Martín. Foto: ANDINA

12:52 | Lima, ene. 18.

Isidoro Navarro, maestro en las artes coreográficas, se jactaba de que quien quisiera mover las caderas y las falanges al mejor estilo europeo tenía que ir a su academia. Corría 1847 y el aviso que puso en la prensa no solo ventilaba un amplio repertorio que incluía “bailes serios de sala”, como la galopa rusa, el jaleo de Jerez y el quema-monte.

El aviso de marras tenía otra lectura: se dirigía a una Lima que envidiaba a Europa, que talqueaba a sus hijos para las fotos. Una ciudad que le daba la espalda a su polvorienta costanera y que comenzaba a inocular en sus guaguas blanquiñosas que los cholos tenían su lugar.

Mejorar la raza

El mayor exponente de tal bestialidad racista fue José Rufino Echenique. Sí, el propio presidente de la República, hijo de chileno y boliviana, fue quien apadrinó esa frase que aún hoy recorre callejones y solares clasemedieros donde hace rating Esto es guerra: “Hay que mejorar la raza”.

Durante su gobierno (1851 a 1854), Echenique promovió, afiebrada y compulsivamente, una política de inmigración europea. Decía, sin pelos en la lengua, que Lima y el Perú debían tener gente de “buena raza”. Por eso impulsó la inmigración de alemanes, austriacos, irlandeses, españoles y otros carapálidas. Mas su “importación” no tuvo éxito por la caída del boom guanero, algunos años después.

Echenique tuvo apego a la corrupción generalizada, al mejor estilo Odebrecht: pagó millonadas a las familias de la oligarquía local por una supuesta deuda de independencia. ¿Y qué hizo por Lima? Poco. Mejoró la carretera al Callao, inició la construcción del Mercado Central, contrató el servicio de alumbrado a gas y mandó esculpir las estatuas a Colón y Bolívar. Punto.

 

 Edificar la urbe

Ramón Castilla, quien sucedió a Echenique, fue un gran revolucionario de esa Lima que aún tomaba agua del río, que era cucufata y matalascallando.

Él estuvo más preocupado en el servicio público y el bien común que en pasarle la mano a los gamonales. Gracias a su gestión, Lima tuvo agua potable y telégrafo, se pudo ir hasta Chorrillos en tranvía, y se puso a los cacos en la flamante penitenciaría. 

Además, realizó el primer gran censo del país (1862) que arrojó un total de 2’487,916 de peruanos. De ellos, solo un poco más de 100,000 vivían en una Lima aún amurallada, pues recién ocho años más tarde caerían las murallas levantadas por españoles con pesadillas corsarias.


Influencia francesa

Se trazaron, al estilo francés, avenidas con bulevares que rodearon la ciudad formando un cinturón de calles amplias y arboledas. Fue el primer trazo serio que tuvo la urbe. Fuera de esos márgenes se comenzaba a levantar Surco, un pequeño pueblo donde vivían los sirvientes de los balnearios de Chorrillos y Miraflores.

Ya con José Balta en el gobierno se diseñaron parques decorativos sobre pampones donde antes se desnucaban toros y los vecinos se batían con revólver. En 1872 se inauguró el Jardín de la Exposición y su palacio (hoy Museo de Arte), inspirados en Versalles y los Campos Elíseos. Sobre 192,000 metros cuadrados se diseñaron jardines, arcos triunfales y fuentes.

Pero la influencia francesa no solo dejaba huella en el diseño urbano: la gente quería vivir los nuevos tiempos y los gobernantes querían construir grandes obras públicas imitando a Madrid, Roma o Berlín. Una prueba de esa fijación fue el famoso baile de disfraces de 1873 en el Club de la Unión. Las dos señoras que mayor suma de dinero llevaron en alhajas fueron Rosa de Laos, quien vestía de ‘Ana de Austria’, y Fortunata Nieto de Sancho-Dávila, quien hacía las veces de ‘Duquesa de Parma’.

Cada una llevaba 40,000 y 50,000 soles en joyas. Con ese dinero tranquilamente se hubiera dado de almorzar a mil peones que por esos años terminaban de construir el Club Regatas Lima y el Teatro Politeama, que se inauguró con Il trovatore, de Guiseppe Verdi.


Centenario remozado

La segunda gran modernización de Lima ocurre con las cicatrices de la Guerra con Chile aún cerrándose: el gobierno de Augusto B. Leguía modernizó la ciudad con el dinero de empréstitos, cuyo fin inmediato era festejar el centenario de la independencia en 1921.

Se pavimentaron calles y avenidas, se levantó la plaza San Martín, se construyó el Palacio Arzobispal, el Palacio de Justicia y el Palacio de Gobierno. Se construyó el arco morisco en la entonces avenida Leguía (hoy Arequipa). Además, se iniciaron los trabajos en las avenidas Venezuela, Nicolás de Piérola y Argentina. Se construyó el hotel Bolívar y se fomentó la inmigración japonesa para inocular más disciplina en el ADN nacional.

Color andino

Ya en los cincuenta, Lima se expandió desordenadamente. Los cerros fueron invadidos por los migrantes de la sierra y los otrora barrios señoriales se tugurizaron. Esa nueva generación de limeños encontraría respuestas en el gobierno del general Manuel A. Odría, quien emprendió una rápida construcción de conjuntos habitacionales, grandes hospitales y unidades escolares.

Lima ya no volvería a ser jamás la ciudad de los encorsetados paseos por el jirón de la Unión. Sus parques se llenaron de nuevos vecinos que eran víctimas de una agresiva campaña de marginación. La televisión no aceptaba la cholificación de la ciudad y, en ese sentido, las siguientes generaciones de limeños, según analistas y antropólogos, nunca entendieron a Lima como su ciudad y hogar.

Lima fue declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1988, pero desde entonces solo se han pintado paredes y resanado algunos balcones. Tiene más de 1,100 fincas y predios en estado ruinoso, los edificios que circundan las plazas Bolognesi y Dos de Mayo son una lágrima. ¿Queremos a nuestra ciudad? Si la queremos… ¿cómo la estamos cuidando?

(FIN) DOP/ SMS/ART

Publicado: 18/1/2017