Hoy 15 de agosto se cumplen 17 años del terremoto de Pisco, uno de los más devastadores de los últimos años. El daño ocasionado por el evento sísmico todavía está presente en la memoria de miles de peruanos como Will Pillco Mayuri, actual estudiante de Comunicación Social de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, quien era apenas un niño de 4 años cuando sucedió esta tragedia. Conozcamos su desgarrador relato.
Quién diría que solo unos pocos minutos bastaría para cambiar la vida de una ciudad y de sus habitantes para siempre. El 15 de agosto del 2007, a las 6:40 p.m., la subducción de la placa oceánica de Nasca, debajo de la placa continental Sudamericana liberó una energía sísmica de 8.0 en la escala de magnitud de momento (Mw) y 7.9 en la escala de Richter. El epicentro del movimiento telúrico fue a 40 kilómetros al oeste de la ciudad de Pisco.
Diecisiete años después de este terrible acontecimiento, todavía es difícil olvidar lo que ocurrió aquel día. En donde alguna vez las calles nos deleitaron con construcciones de estilo virreinal que le daba ese ambiente histórico, la conservación de esa atmósfera costó la vida de casi 600 habitantes; en el presente, con las pocas infraestructuras dañadas y los terrenos vacíos, pese las nuevas edificaciones y restauraciones, aún nos remontan a ese trágico día. Esta es mi historia.
Paul, mi hermano nueve años mayor, jaloneó desesperado la colcha, la misma que minutos antes amarró entre los fierros del camarote para echarme allí, y conmigo entre sus brazos salió corriendo mientras mi madre con su cuerpo evitó que la entrada de nuestro cuarto se derrumbase o se bloqueara con nosotros adentro. Ante mi incapacidad de ofrecer apoyo solo presencié entre llantos el evento: tan sólo tenía cuatro años. Sin voltear atrás, mi hermano corrió por el largo pasillo hasta salir del domicilio.
Los postes de la luz pública y las paredes de las casas cayeron aplastando vehículos, animales y personas, sumergiéndonos en la absoluta oscuridad de la noche, junto con el aliento frío del invierno, nos susurraba al oído lo totalmente indefensos que nos encontrábamos, y más ante las olas de muchedumbre que corrían en todas las direcciones, chocando unos con otros sin poder ver en donde pisa, y gritos por todos lados que no cesaban. Un caos por completo.
La incertidumbre empapó de lágrimas el infante rostro de mi hermano, con sus brazos me aferró a su pecho, en el esfuerzo de calmarme, y fijó su mirada en la puerta anhelando que mi madre saliera lo más pronto posible. Se oyeron súplicas de personas pidiendo auxilio o ayuda para desenterrar un cuerpo o preguntando por alguien (“¡Todavía sigue respirando!” “¿Han visto a mi hijo?” “Ayúdame…”). Mi madre, Gladys Mayuri, al fin salió; salió con mi abuela, estaba enferma. Me cuenta el motivo del por qué demoró en salir.
Ella estaba preparando bocadillos para una novena y cuando comenzó el terremoto lo único que pensó fue en nosotros: observó como el techo empezó a rajarse, entró en pánico al pensar lo peor. Mi padre, Pedro Pillco, no se encontraba en la casa: daba clases en horario nocturno en San Andrés (ciudad cerca de la playa). Algunas vecinas la retuvieron solicitando su ayuda, desesperada en la oscuridad y aún más sin saber nuestro paradero, se limitó a decirles unas cuantas palabras para que se calmaran y al fin la dejaran salir del domicilio.
Las constantes réplicas nos decían que permanecer en este lugar era inseguro. Las calles alumbradas con linternas revelaron un poco el daño ocasionado por el sismo: rostros y cuerpos ensangrentados o manchados de blanco por el concreto, casas fragmentadas, casi irreconocibles, y pedazos de concreto por doquier que levantó una niebla sofocante. Entre los empujones, los saqueos, los heridos tirados y los gritos que sirvieron como más leña a mi llanto; al fin nos reencontramos con mi padre, él se nos acercó corriendo. Cómo cientos de familias pisqueñas, no estuvimos preparados.
Recorrimos las calles sin linterna ni provisiones y mucho menos sin medicamentos básicos. Desde donde vivíamos, la calle 4 de julio, caminamos hasta donde en la actualidad se encuentra Megaplaza con decenas de familias. La mirada sin expresión de todos reflejaba lo ocurrido. Yo, cargado en la espalda de mi madre como lo hacen las mujeres andinas, mi padre cargó de la misma manera a mi abuela, observé con serenidad, con la poca iluminación, las calles desoladas, las decenas de familias, las pistas abiertas y en mi inocencia pensé que estábamos en Ica dirigiéndonos a visitar a la Virgen de Yauca, práctica tradicional en mi familia hasta el presente.
Mi padre no quiso que pasáramos la noche en la plaza de Armas: al regresar de San Andrés pasó por allí y vio los cuerpos tirados. Segundos antes del sismo, la plaza de Armas de Pisco, como cualquier día, con el trajín habitual de sus habitantes: paseando, comprando, trabajando, etc. En minutos se llenó de familias acurrucadas con mantas a unos pasos de los cadáveres. Al frente de la plaza se encuentra la iglesia San Clemente, terminaba de celebrar una misa cuando por desgracia del sismo cayó el techo sepultando a todos los asistentes: algunos entraron a refugiarse mientras que otros permanecieron orando en un intento de calmar la ira de Dios; sólo quedó de pie las dos torres de sus costados.
En el presente se construyó una nueva instalación, ahora antisísmica. Cada 15 de agosto se realiza una misa a las ocho de la mañana para conmemorar las muertes de nuestros hermanos pisqueños e incitar la reflexión entre sus habitantes. Recuerdo que en tiempos de mi secundaria un compañero nos contaba que la televisión que tenía en su casa fue robada en la misma noche del terremoto.
De repente una cúster se detiene a nuestro costado, una amiga de mi madre la reconoce ante la multitud y le exige que subamos, obedecimos y nos dimos cuenta que había otras personas adentro. El carro aceleró rápidamente debido a que otras personas empezaron a golpearlo y rogar que los dejaran subir también. Desperté por la bulla de los gritos y los golpes. En el transcurso del viaje se sintió la última réplica. Intenté acercarme a la ventana para observar, pero mi madre me lo prohibió sujetándome con fuerzas con sus brazos, en donde a su costado, mi hermano estaba durmiendo.
El vehículo nos dejó en la Villa, cerca de la casa de mi tía Ana, una de los ocho hermanos de mi madre. Encontramos a mis tíos con sus hijas afuera de la casa: estaba inclinado, casi por colapsar. Esa noche dormimos en la vereda, frente de la casa, acurrucados como podíamos con la esperanza que mañana sería un día mejor. En la madrugada despierto a todos los presentes con mis llantos: tenía hambre; mi madre triste al saber que no existía donde adquirir alimentos, con caricias y palabras tiernas me vuelve a dormir.
Al salir el sol, una señora le vendió un tarro de leche a tres veces su precio, no tuvo de otra que acceder. Era absurdo continuar aquí, oyeron que había grupos de personas reunidas en El Molino, entre ellas familiares. Nos encontramos con el resto de las hermanas y hermanos de mi madre, nos dejaron con ellas y mis padres decidieron volver a la ciudad para recoger algunas pertenencias.
A mitad del camino, me narra, que una multitud se dirige hacia ellos gritando que se sale el mar; mi madre regresó con nosotros y mi padre continuó el camino. Lo que sí fue verdad es que la marea, minutos después del terremoto, destruyó el mirador Miranda e inundó algunas casas del alrededor.
Las familias se organizaron para recibir los víveres: antes saqueaban las tiendas y a los vehículos de ayuda. Las instituciones funcionaron adecuadamente pese a que haya gente que diga lo contrario. Mi madre lideró, con otras mujeres, la administración de los víveres que se recogían de la Fuerza Aérea del Perú (FAP); me narra que una vez quisieron robar el carro que traían los alimentos. En la actualidad Alto El Molino es una residencia, satisfaciendo a sus pobladores.
La ciudad más dañada resultó ser la más rápida en recuperarse, esto también se debió gracias al manejo del alcalde Juan Mendoza (2007 - 2010; 2019 - 2022). Cabe recalcar que los ministerios realizaron el mayor porcentaje de la rehabilitación de la ciudad de Pisco y sus pobladores.
Según el exburgomaestre, el Ministerio de Vivienda, Construcción y Saneamiento fue el primero en presentarse y la primera brigada en entrar a Pisco fueron los bomberos. Yo entiendo que ante una emergencia haya especulaciones, pero otra cosa es lo vivido, dijo.
"El Consejo de Ministros se instaló al día siguiente en la FAP. Con la prioridad de ayudar a los heridos y recuperar cuerpos. No olvidemos que la plaza de Armas se convirtió en la morgue de Pisco. Los hospitales colapsaron, se utilizó entonces el Lima Cordero. Pronaa y Defensa Civil se trasladan con sus almacenes también a la FAP y quien manejó todo fueron ellos mismos; ocho meses después recién trasladan la responsabilidad a la municipalidad", recordó Mendoza. (Will Pillco Mayuri)