Alberto Quintanilla, el pintor cusqueño que vive con un pie entre Lima y París se calzará las ocho décadas. De él, Pablo Picasso dijo que es el aporte peruano al arte mundial. Odiado y amado, Quintanilla confiesa que ha vivido.
Desde las alturas del departamento en Santa Beatriz, los monstruos otean la ciudad. No son gárgolas horrísonas. Son esculturas enormes, de verde petróleo, bonachonas, bellas como la palabra cincelada.
Alberto Quintanilla les acaricia el lomo. Juntos quieren mirar el horizonte mas el cemento aparece perpendicularmente omnívoro.
Un puñado de años atrás, cuenta el artista cusqueño, podía observarse hasta el mar y la isla San Lorenzo, pero ahora han surgido edificios casi por generación espontánea...
Y solo le queda mirar el parquecito Washington, el centro cultural de España y un par de artificios del Parque de las Aguas y dejo de contar.
Pronto (29 de abril) cumplirá 80 años y Alberto Quintanilla no estará aquí para celebrarlo porque vuelve a París.
Hace años que el artista cusqueño vive con un pie en el Perú y el otro en Francia.
“No me doy cuenta de que llego a los 80... Alguna vez dije que nací ya viejo y estoy volviendo a la niñez. Soy cada vez más niño y por eso he dicho que recién estoy descubriendo el valor de la pintura.”
Conocer el valor de la pintura le ha tomado la vida. De paso, se cayó de caballos, se rompió medio cuerpo, boxeó, campeonó en natación, fue futbolista del Cienciano del Cusco y hasta superó una operación al brazo.
Ahora la artrosis le pasa las cuentas por los demasiados años dedicados al balompié pichanguero. “Son avisos de muerte, quizá, pero no me enfermo, parezco un tacho de basura, como lo que quiero, tengo buena salud y eso le molesta a la gente”, dice.
El guerrero
Alberto Quintanilla se define como “un guerrero”. Lo fue desde niño. El guerrero aprendió a leer en un solo día gracias al hijo de un carpintero que le enseñó a deletrear El gato Félix.
El guerrero fue un mil oficios por necesidad y aprendió de niño a pintar observando a otros.
“Por eso tengo la teoría de que el arte no se enseña, el arte se aprende, que es otra cosa”. El guerrero también sabía tomar el palo de la guitarra y cantar huainitos.
Dice que desde que nació andaba fregando a medio mundo con sus comentarios. “Yo siempre ando molestando”, cuenta divertido.
Tal vez nació, como dice, para ser revolucionario, pero cuando le convocaron para integrar el Partido Comunista declinó porque no quería obedecer.
“Quiero ser el hombre más libre de la Tierra porque quiero pintar”, ha respondido siempre mientras trazaba lienzos.
Inventiva diaria
Todo el tiempo Quintanilla crea, dibuja, se distrae, sigue buscando. Buscar es un verbo perpetuo en él.
“Pienso que las cosas tienen siempre un valor de invención. Invento con los elementos que van a echar a la basura”, dice y talla minuciosamente la pepa del mamey, la del mango, corta el cartón del papel higiénico y zas, aparecen personajes.
A las cinco de la mañana ya está en pie. Empieza a dibujar. O escribe. “Es como si fuera un acto de presencia de mi espíritu. Siempre he hecho con la idea de provocar a los pintores porque aquí hay élites que se creen el non plus ultra”.
Por lo que dice, muchos le han quitado el habla o lo desconocen. O sostienen que solo es un “cholo folclórico” que hace “colorincho anecdótico”.
Cuando una vez le dijeron que Cézanne era el padre de la pintura moderna, respondió: “Será tu padre. Nasca, Paracas, Tiahuanaco, esos son mis padres; de ellos he heredado lo que tengo acá en el cuerpo”. Y sus interlocutores callan.
“No hay dibujante tan grande en el mundo como los nascas: llegaron a la estilización sin haber pasado por el clasicismo”, dice este artista que llegó a Europa para conquistarla con su talento.
Amistades y distancias
Y cuando Pablo Picasso dijo que Quintanilla era el aporte peruano a la cultura universal, sabe que lo odiaron un poco más. Y uno de sus cuadros lo exhibe la Unesco, junto a Picasso, a Dalí.
Tiene argumentos para decir que “el Perú no tiene cultura plástica”. Tal vez, por ello, el Premio Nacional de Cultura todavía se le escapa de las manos.
Molesta a sus colegas porque ha definido a la pintura abstracta como “una masturbación de la gente que tiene mucho dinero”. Así, marca distancias con su coetáneo Fernando de Szyszlo.
En cambio ha sido amigo de Víctor Humareda, Sabino Springet, Sérvulo Gutiérrez. A este último le llevaba botellas de café los últimos días de su existencia al hotel del jirón de la Unión donde vivió su epílogo.
“[Sérvulo] vivió gastando el dinero que ganaba, hacía jaranas fuertes y Doris Gibson fue su amante; ella lo llamaba ‘el hombrecito del saco’”.
Quintanilla anduvo con poetas. Con Gonzalo Rose, Alejandro Romualdo, César Calvo o los del movimiento Hora Zero.
Se siente, decíamos, cercano de los jóvenes y cree que la Escuela Nacional de Bellas Artes está equivocada en la formación. Por eso participó de los plantones para cambiar de autoridades. Confía en los jóvenes, aunque cree que confunden.
“Están sacando instalaciones, que en Europa ya pasaron de moda. Ponen cualquier cosa y la gente está completamente desconcertada. Y como pintor uno debe comprender que el arte es libre, no concepto; que los elementos afectivos para pintar son corazón, estómago y sexo; y que el cerebro sirve para equilibrar esas cosas.”
Usado, no viejo
No le gusta la palabreja viejo. “Estoy usado, no más”. Y con la misma vitalidad les ha dicho a sus enemigos, “no olviden que siempre estaré de vuelta para enterrarlos”.
Es que no le teme a la parca. En su poemario Tayanka le dedicó unos versos. Una noche, en París, soñó que una persona envuelta en trapos lo visitaba. Se estrecharon las manos, sintió que lo jalaba y él también empezó a jalar.
Un siquiatra le dijo que era la muerte que venía a buscarlo. Y Quintanilla la asustó. “Qué bueno sería que uno pudiera hacer eso cada vez que viene la muerte”, sonríe.
El porvenir
A Quintanilla no le quita el sueño la muerte, decíamos. Pero está preocupado por sus esculturas, sus grabados, sus pinturas, sus juguetes que sigue creando; para que sean rentables y su familia pueda seguir viviendo.
“Lo que quisiera es que el gobierno me ceda un terreno en el Cusco o acá. Yo quisiera que el Perú entero goce mi obra.”
Y de repente, se anima a hacer un catálogo y una muestra antológica mirando estos 80 años de caminar humano.
“Tengo que hacerlo de todas maneras”, dice, y nos despide con su esposa junto a sus bellos monstruos verdes, como recién salidos de las entrañas de la tierra.
Visiones del Cusco
El mayor de 13 hermanos, Quintanilla nació en la calle Suecia, en el Cusco, aunque él dice que la calle originalmente se llamaba “sucia” y ahí se acumulaban las aguas que bajaban del Sacsayhuamán, del Huaynapata, del colegio Salesiano.
Hoy le duele que su región se haya convertido en un destino de precios exorbitantes; que los cusqueños hayan dejado el quechua por el “one dollar, mister”; que hayan perdido su vida social.
Que el 95% de sus paisanos no se conozca entre sí. Que ya no se pueda subir libremente a Sacsayhuamán y leer un libro, como hacía de chico; que las chicherías sean cosas del pasado donde se podía ver alrededor de un caporal de chicha a un dirigente político, un juez y un cargador de mercado.
“El Cusco está perdido. Se ha perdido un horizonte cultural importante y se ha convertido en una tienda de comercio. Ahora todo está prohibido, salvo el turismo”. Y los cusqueñistas no están haciendo algo.
–Los cusqueñistas son cinco pelagatos y ya están viejos. Además, muchos resultan de una burguesía adinerada que han alquilado o convertido sus casas en hoteles.
Datos
Desde 1958, Quintanilla ha expuesto en el Perú, EE. UU., México, Brasil, Venezuela, Canadá, Francia, Checoslovaquia, Polonia, Dinamarca,
Suiza, Grecia, Alemania, España.
Ha logrado la Medalla de Oro de la Escuela Nacional de Bellas Artes (1959), la Medalla de Oro Bienal de Florencia (1972), el primer premio Bienal Intergrafik de Berlín (1984) y la Medalla de Honor del Congreso de la República del Perú (2010).
En 2004 publicó su poemario, Tayanka.
(FIN) JVV / ECG
Publicado: 8/4/2014