La única carretera para llegar al poblado estadounidense de Pensacola, situado en un valle en medio de las montañas de Carolina del Norte, está convertida en un fangoso camino entre desfiladeros una semana después del devastador paso del huracán Helene.
"Los principales puentes de acceso a la ciudad fueron completamente arrasados", cuenta la residente Christy Edwards cerca de su antiguo taller, que fue completamente asolado por las inundaciones.
El aislamiento de este pequeño y profundo valle, donde Edwards nació y ha vivido toda su vida, ilustra la magnitud de los daños causados por Helene en estos recónditos rincones del sureste de Estados Unidos. Una semana después, el acceso se abre poco a poco.
A una altitud de casi 1.000 metros, el tiempo apremia. "Se acerca el invierno", advierte Edwards, una exprofesora. La semana que viene bajarán las temperaturas "y esta gente, estas casas, sólo tienen calefacción eléctrica, (aunque) algunas tienen estufas de leña".
A unos cientos de metros de su casa y del montón de árboles y piedras que se ha amontonado en su jardín, en la sede de los bomberos un generador proporciona luz y comodidad a los residentes.
Janet Musselwhite, de unos 60 años, vino con su amiga Randi para ponerse en contacto con sus familiares a través de internet por satélite. "Estamos devastados. No tenemos electricidad, la mayoría de la gente está sin agua corriente, no tenemos red telefónica" y "es muy difícil llegar a la ciudad", resume mientras recibe alimentos.
La única carretera de acceso al valle es transitable apenas en vehículos 4x4, lo que implica correr riesgos.
Nada igual
Al menos una persona ha muerto en los alrededores de Pensacola, una mujer llamada Susan que quedó atrapada, según un vecino, en uno de las decenas de deslizamientos de tierra registrados la mañana del viernes 27 de septiembre.
El huracán Helene, que causó al menos 214 muertes en el país, ha sido el segundo más mortífero que ha azotado Estados Unidos en más de medio siglo, después del Katrina en 2005. Los científicos han relacionado su intensidad con el calentamiento de los océanos provocado por el cambio climático.
Nadie en el valle ni en toda la región había visto nada igual.
En el cuartel de bomberos, el exmilitar David Rogers muestra videos en su teléfono de las aguas embravecidas que arrasaron las casas móviles instaladas justo debajo de su vivienda. Los habitantes escaparon, pero "tres personas tuvieron que ir al hospital", cuenta.
Él y los supervivientes de esas casetas móviles -muy frágiles y señal de la pobreza en las zonas rurales de Estados Unidos- estuvieron los tres primeros días completamente aislados del mundo.
"Es un lío"
Después de los servicios de emergencia, llegaron las primeras retroexcavadoras. Decenas de obreros trabajan a toda máquina para restablecer las condiciones de la carretera cubierta de barro y trozos de asfalto aplastados por la fuerza de las aguas.
En medio de toda esta agitación, la presencia de las autoridades es discreta. Cerca de la sede de los bomberos, el soldado Shawn Lavin, de la Guardia Nacional del Estado de Nueva York, ayuda con un equipo de unas diez personas.
Su jefe no quiere dar su nombre, pero admite que la labor de asistencia entre su personal oficial, los lugareños y los voluntarios llegados de lejos, algunos con sus propios helicópteros, "es un lío".
Para muchos de los habitantes de esta remota zona, la presencia de las autoridades ha llegado demasiado tarde, y el acceso a las ayudas de emergencia de la agencia federal especializada, FEMA, es demasiado complicado: hay que solicitarlas por internet.
"Esta gente no tiene computadoras, no tiene electricidad", dice enfadada Edwards, que se siente "abandonada". "Necesitamos que la gente venga a cada casa y pregunte: '¿Cómo podemos ayudarle?", sostiene.
En este macizo de los montes Apalaches, "siempre hemos sabido que nos han dejado atrás", prosigue Edwards. "Somos el tipo de gente que nunca pide ayuda".
Pero esta vez, dice, el cataclismo "es mayor" que sus recursos: "Necesitamos ayuda del Estado", clama.