Hay una comunidad que vive en las aguas del sagrado y muy frío lago Titicaca, el más alto del mundo. Sus habitantes aseguran ser los dueños del majestuoso espejo de agua, pues comentan, con orgullo, que su cultura deviene en los inicios del tiempo. Solo a minutos del puerto de Puno se ubican las simpáticas y movedizas islas donde se asientan los uros, los señores del Titicaca, hasta donde llegamos.
No son islas como las que usted está pensando: caminar en ellas es, literalmente, avanzar sobre un colchón de juncos, de totora, material que abunda en el lago y que da forma a este hábitat increíble. El viento casi helado, que viene no sé de donde, se precipita sobre la nave que nos lleva a descubrir este mundo lacustre.
Un cántico de vocecillas chillonas nos da la bienvenida. Sonrío, agradezco el mate de coca que, por un momento, hace que me olvide del frío entumecedor.
Pese a que son casi las 15:00 horas y el sol está pleno en el azul del cielo, sus rayos no calientan pero sí queman, estrujan la piel y la curten. Así es este sol altiplánico, así recibe, así bendice. Acomodo una gorra para protegerme, pero parece un acto vano.
Sigo sonriendo ante las risueñas miradas de las señoras que están ataviadas con sus trajes de vivos colores. Seguramente comentan de mis jocosas acciones. ¿Más matecito?
Herencia ancestral
Ahí está él sentado, observando nuestra llegada. Lo saludo y extiende su mano, áspera, oscurecida por el implacable sol. “Buenas tardes –saluda con voz madura–; soy Carlos Quispe, para servirle. Frío ¿no?”.
Asiento con un movimiento de cabeza y comienzo una conversa necesaria para entender su mundo.
“Nuestros antiguos vinieron hace muchísimos años. En aquel tiempo, no había turistas ni esas balsas con motor. En aquel tiempo nuestros antiguos vivían en armonía con el lago...”. Y ese rostro, ajetreado por los extremos de este clima severo, mira el azul profundo del Titicaca, como añorando aquel lejano pasado.
“Ellos nos enseñaron a usar la totora, que tan generoso brinda nuestro lago. Con ella hacemos nuestras casas, nuestras islas, como la que pisas, y las balsas que usamos para pescar. Trenzamos la totora, la dejamos irme y apretada. Así, capa a capa, la vamos reforzando y volviendo a trenzar cada cierto tiempo. Puedes saltar, correr y la isla resistirá, pues está bien trenzada y asegurada al fondo con palos”, explica don Carlos, con convicción.
“Mis abuelos contaban que los uros descendemos de gente que tenía la sangre negra, por eso dicen que resistimos mejor que ustedes este frío. ¿Sabes? Resistiremos algo más, pero igual tenemos frío. Quién no, pues, si estamos a casi 4,000 metros de altura. ¿O será porque ya no hay uros de raza pura? Nos hemos mezclado con aimaras y quechuas. Hasta nuestro idioma original ya nadie lo habla... en fin”.
Los uros se autodenominan ‘hijos del amanecer’, en referencia a lo antiguo de su origen. Investigando, encontré que derivarían de un antiquísimo grupo humano que pobló esta parte del altiplano y se remontaría hasta los 3,000 años antes de Cristo.
Incluso, ciertos investigadores aseguran que su origen sería amazónico, pues estudios de ADN confirmarían un tronco común con los arawac. ¡Asombroso!
Especialistas sostienen que el pukina, lengua hoy extinta, sería la lengua primigenia de esta comunidad. De ella solo quedan restos en algunos topónimos de la región, como evidencia de la grandeza de esta cultura.
Tal parece que las primeras islas de totora fueron consecuencia de la huida de los nativos hacia el lago, para no ser sometidos por los conquistadores españoles.
Este pueblo buscó, así, sobrevivir y perfeccionó la técnica de construcción con este vegetal lacustre.
Experiencia singular
Hay gran movimiento en la isla mayor. El guía pide que nos apuremos para apreciar una representación.
Mi plática con don Carlos llega a su fin y allí lo dejo, en medio de sus añoranzas y sus certezas. Subimos a una de las embarcaciones de totora para dirigirnos a la isla grande. Es una suave travesía, sin duda, son las embarcaciones ideales para el lago. Pienso en las palabras de don Carlos mientras nos movemos y comprendo su sentir.
Existen unas 40 islas artificiales. En ellas realizan todas sus actividades. Hasta televisión por cable tienen. Los uros ofrecen también la posibilidad de pernoctar en alguna de sus viviendas, para experimentar cómo es pasar una noche rodeado por la inmensidad del lago.
“Nuestras casitas son abrigadoras; la totora ayuda”, dice una señora muy convencida, mientras prepara algo en su cocinita, ubicada fuera de la casa. “Por seguridad”, comenta. Es noviembre, mes de aniversario de Puno.
En la isla grande, un colorido grupo representa la salida del inca Manco Cápac y su esposa, Mama Occllo. Contemplo la escenificación, admirando el cuidado que le han puesto, sea en vestuario, en la misma representación.
El inca, luego de la ceremonia de pago al sagrado lago, toma a su esposa y ambos suben a una adornada embarcación de totora y parten rumbo a Puno, allá les espera una comitiva oficial.
Por mi parte, seguiré un rato más en la isla, apreciando la hermosa artesanía y la textilería que los uros ofrecen a todo visitante. Pasan las horas y debo dejar estas islitas que parecen sacadas de algún cuento.
Retorno a Puno. En el horizonte, el sol se apresta a descansar posándose sobre las aguas del Titicaca, iluminando con esa mágica luz vespertina que dora todo lo que toca. A lo lejos, las casitas brillan como el oro y se van perdiendo en lontananza. Es momento de contemplar, solo eso.
(FIN) DOP/JCR
Publicado: 11/11/2015