Nunca un gol había costado tantas vidas en la historia del fútbol. La tarde del 24 de mayo de 1964, las selecciones sub-20 de Perú y Argentina se dieron cita en el Estadio Nacional de Lima. Disputaban el pase a los Juegos Olímpicos de Tokio 64. Íbamos perdiendo 1-0 y solo nos bastaba un empate para obtener aquella soñada clasificación que -discutiblemente- no alcanzamos.
A pesar del resultado en contra, la aguerrida escuadra peruana luchaba cada balón. Era un encuentro de idas y venidas. Y la hinchada local no dejaba de alentar a los muchachos.
Cargado de ese impulso, el peruano "Nongo" Rodríguez se hizo el dueño del esférico y desde el medio campo mandó un centro directo al área chica. El centrodelantero no atinó el pase y "Kilo" Lobatón, ingeniándose en el área de tiro, lanzó un violento zapatazo a la portería del gaucho Agustín Cejas.
"¡Goooool!", gritaron las más de 47,000 almas que se habían reunido en el Nacional, pero aquella algarabía solo duró unos cuantos segundos: el árbitro uruguayo Ángel Eduardo Pazos decidió anular la anotación del empate.
Lo que se vino
El partido continuaba, mas los ánimos habían caldeado en el coloso de José Díaz. Faltaban pocos minutos para que termine el cotejo y consigo el sueño de clasificar a las Olimpiadas de Tokio.
De pronto, Víctor Vásquez, un iracundo aficionado se volcó al gramado para tratar de golpear al réferi. El "Negro Bomba" lo apodaban: un sujeto corpulento que no podía controlar sus violentos impulsos.
"Me metí a la cancha porque el gol de 'Kilo' Lobatón fue legal. No aguanté la cólera y quise pegarle al árbitro. Un capitán me metió cabe y soltaron a sus perros para que me muerdan. ¡Agárrenlo al bomba!, gritaban (...) Mi conciencia está tranquila. Yo no he matado a nadie. Por eso salí libre (del Frontón)", declaraba a inicios de la década de 1990, el hombre que de pequeño vendía 'bombitas' de camote cubiertas en miel y, años más tarde, se refugiaría en el bajo mundo del alcohol y la pasta básica de cocaína.
Infierno en la cancha
La multitud enloqueció aún más al ver semejante atropello y salió en defensa del indomable fanático. Derribaron cercos y la Guardia Civil comenzó a lanzar varias bombas lacrimógenas a la tribuna norte del Nacional.
Una estampida humana corría hacia las vías de escape, pero las puertas estaban cerradas con candado. Rabia y angustia sufrieron miles de espectadores al no encontrar la salida aquella tarde.
Según reportes periodísticos, fallecieron 312 personas asfixiadas y pisoteadas en las graderías, mientras que medio millar de asistentes resultaron heridos por la avalancha humana.
Esa jornada deportiva se convirtió en un infierno. La desgracia acechaba dentro y fuera del Estadio Nacional. Se incendiaron autos, rompieron lunas y se arrasó con todo lo que se pudo en las afueras.
"Ordené lanzar bombas lacrimógenas a las tribunas. No puedo precisar cuántas. Nunca imaginé las nefastas consecuencias", confesaría Jorge de Azambuja, comandante de la entonces Guardia Civil, quien en 1971 fue declarado culpable de la catástrofe.
Los futbolistas fueron rodeados por un cerco policial y llevados a los camerinos. Lanzaban súplicas al Señor de los Milagros mientras oían balas y el caos que reinaba en el recinto. Pudieron salir cerca de las 20:30 horas con destino el local de concentración en Huampaní, en las afueras de Lima.
Los futbolistas -entre ellos el joven Héctor Chumpitaz, de solo 19 años de edad- se sentían desesperados porque muchos de sus familiares habían llegado hasta el estadio para darles su aliento.
Varios de los protagonistas de esta crónica roja fallecieron. Pero lo que no muere es el recuerdo de aquella fatídica tarde que enlutó a todo el pueblo peruano. ¿Quién tuvo la culpa? ¿El árbitro? ¿Los agentes del orden? ¿O el hincha enloquecido?.
(FIN) RPZ
Publicado: 20/5/2014