La mañana del martes 11 de setiembre del 2001, el peruano Kenneth Lira, de 29 años, salió de su casa en Paterson, Nueva Jersey, rumbo a Manhattan. Trabajaba en una de las dos torres del World Trade Center, símbolo del poder económico de los Estados Unidos.
Acababa de volver a verse, después de 18 meses, con su hermano Michael, y decidieron comprar un par de motos acuáticas con las que pasearon por todo el borde de la isla de Manhattan durante el fin de semana. Tenían muchas ganas de repetir esa familiar experiencia.
Kenneth trabajaba como técnico informático en el piso 107 de la Torre Sur, a solo tres pisos de la cima que, en su momento, fue la más alta del mundo. Tenía algo de ansiedad por terminar rápidamente sus labores, ya que se reuniría nuevamente con Michael, en la rampa para botes del puente George Washington para practicar el jet ski que tanto le apasionaba.
La primera alerta
Eran las 8:18 horas y en la oficina de reservaciones de American Airlines recibían la llamada de la azafata Betty Ong. Su voz provenía desde los 10,000 pies de altura. Informaba nerviosa que el avión en el que se hallaba había sido secuestrado. En ese momento, ignorando todo lo que sucedía, el presidente estadounidense, George W. Bush, se alistaba para asistir a la escuela elemental Sarasota, en el estado de Florida.
Kenneth ya estaba trabajando cuando, a las 8:46 horas, el vuelo 11 de American Airlines –donde se encontraba la azafata Betty Ong– se estrellaba contra la Torre Norte cargado con 38,000 litros de combustible, a una velocidad cercana a los 750 kilómetros por hora destruyendo, instantáneamente, seis plantas desde el piso 93 al 99.
Tanto Kenneth como sus compañeros de trabajo y el mismo presidente Bush, que estaba próximo a la escuela de Sarasota, pensaron lo que muchos creían hasta ese momento, que se trataba de un accidente aéreo. Nadie imaginó lo que vendría después.
Instinto maternal
Marina Arévalo Mendoza, madre de Kenneth, escuchó la noticia desde su casa y manejó rápidamente su auto rumbo a Manhattan. De camino a los brazos de su primogénito, en plena carretera, observó cómo un segundo avión golpeaba la Torre Sur, donde trabajaba su hijo, y no pudo evitar los gritos. Eran las 9:03 horas.
Dos minutos después, el presidente norteamericano George W. Bush, quien estaba sentado frente a varios niños de la escuela Sarasota leyendo un cuento, fue interrumpido por su jefe de gabinete. Este le susurró al oído: “Un segundo avión se ha estrellado contra la otra torre. La nación está siendo atacada”. Bush, quien hasta ese momento pensaba que era un accidente aéreo, borró la sonrisa que mostraba y su semblante se tornó sombrío y desencajado.
A las 9:39 horas, el vuelo 77 de American Airlines se estrellaba contra la fachada oeste del Pentágono, símbolo del poderío militar estadounidense. Después, por primera vez en toda la historia de esa potencia mundial, se prohibió el despegue de cualquier avión y se ordenó el aterrizaje inmediato de todos los vuelos domésticos.
Cuando veinte minutos después el imponente Air Force One, con Bush a bordo, partía del estado de Florida, Marina Arévalo observaba aterrada cómo la Torre Sur, donde trabajaba su hijo mayor, Kenneth, se derrumbaba frente a sus ojos.
El vuelo 93 de United Airlines caería poco después de las 10:00 de la mañana, sobre un campo del estado de Pensilvania, luego de que los tripulantes y pasajeros lucharan contra los secuestradores para retomar el control del avión.
A las 10:28 horas se derrumbó la Torre Norte, y el presidente Bush afirmó, en un mensaje a la nación, que no harán distinciones entre los terroristas y quienes los protegen.
De la pasarela al terror
Esa mañana, el fotógrafo peruano Pedro Cárdenas estaba cubriendo el Fashion Week en Nueva York y fue testigo de la tragedia. “De camino a mis labores, quise comprar un café y, en las inmensas pantallas del Times Square, se podía ver en directo que había un accidente en las torres del WTC. La gente pensaba que era un accidente aéreo. Igual decidí tomar un taxi y me fui para allá”.
“La gente me gritaba que estaba loco. Yo entraba y la gente salía. En ese momento tenía miedo, pero tenía que hacer las fotos, era mi trabajo. Pude ver cómo la gente se tiraba al vacío. Por un momento pensé que era una película. Sentía que yo también me iba a morir. No podía ayudar a nadie y la gente moría frente a mí. Y, de un momento a otro, la torre se cayó como un castillo de naipes. Sentía un olor a carne quemada. Luego, todos estábamos (de color) plomos por el polvo. Al salir revelé los rollos y estas son mis imágenes”.
Cuando por fin se pudo hacer un recuento de daños, se supo que el ataque perpetrado por los talibanes (encabezados por quien fuera el hombre más buscado del mundo, Osama Bin Laden) había cobrado cerca de 3,000 víctimas. De ellas, cinco fueron peruanos.
El último adiós
Dos meses y 10 días después, el 21 de noviembre del 2001, Marina pudo recoger el cadáver de su hijo, quien pudo ser identificado gracias a un análisis de ADN.
“No solo éramos una madre y sus dos hijos, además éramos amigos. Éramos personas muy complementarias el uno para el otro. Y ahora, todo se nos ha hecho pedazos. Tengo un vacío tremendo y no sé cómo llenarlo”, comentó Marina, tras anunciar la creación de la fundación Kenneth Lira Arévalo, que se dedica a prestar ayuda en la educación a niños de bajos recursos económicos.
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(FIN) DOP/CCH