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Nostalgia peruana: Cuando los juegos tomaban las calles del barrio

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11:03 | Lima, jul. 5.

Por José Vadillo

El barrio era el espacio ideal donde los juegos complementaban la formación social de niños y adolescentes. La vorágine de la inseguridad ciudadana y la reconfiguración de las ciudades nos alejaron de estos espacios. El escritor Jorge Eslava propone a los padres de familia enseñar estos juegos a sus hijos para luchar contra el sedentarismo. Vea aquí la galería fotográfica


Los niños de antes tenían un software de ingeniero de la NASA. Se bastaban del ingenio y unos metros de la calle del barrio para crear una Disneylandia. De agregado, miraban con desconfianza a Los Supersónicos, que en Technicolor solo sabían divertirse conectados a sus tecnologías y burbujas futuristas.

Décadas más, tecnologías menos, el mundo era más físico que virtual. Por entonces, al interior de los hogares populares el televisor era un lujo de la sala-comedor con horario fijo, cuatro canales y antenita de conejo. Ergo, la calle era el espacio más feliz, de donde se volvía con las rodillas sucias y los raspones en los codos, como galones de un militar.

Con una tiza y un teja rota se podía armar la infraestructura suficiente del “mundo” o “rayuela”, para brincar en pata coja de uno a otro casillero hasta llegar al recuadro mayor, el 7. 

Canicas, lingo y la gallinita ciega


Las canicas servían para duelos de puntería, con el miedo al “quiñe” y a perder la mejor bola. Los soldaditos y los carros servían para crear guiones que desafiaban las leyes del tiempo y del espacio.

Por eso el psicólogo ruso Lev Vygotsy apuntó, con conocimiento del recreo, que “los juegos son escuela viva del niño, lo educan física y espiritualmente”.

Para jugar a la “gallinita ciega” bastaba un trapo para tapar los ojos del elegido (o confiar en que no sacaría las manos de los ojos), darle vueltas como trompo, y que se ponga a adivinar a quién tenía al frente. El “lingo” necesitaba que alguien ponga el lomo sobre el cual la mancha saltaba, aunque se corría el riesgo de una “patadita de burro” o un “rompe platos”, cortesía de los jugadores más palomillas.

Ahora que el frío limeño convierte los sueños en la Venecia de Pie Grande, uno recuerda que los vientos de agosto eran los mejores para volar cometas. Carrizos, papel periódico o papel cometa de colores, pegamento y metros de pabilo bastaban para fabricar en sesudas tardes las cometas que se lanzarían al infinito y más allá desde la canchita de fútbol, alguna loma o la huaca olvidada.

Y, si había pelota, la cosa mejoraba más. Se podía jugar un partido de fútbol, bastándose de dos montoncitos de piedras para delimitar los arcos; o el vóley (a falta de net, una tiza marcaba en una dimensión del piso lo que en la mente era un 4D de la net del coliseo Dibós) o a los siete pecados.

Este último era un ejercicio de democracia, en que hombres y mujeres se recreaban en igualdad de condiciones. También a las escondidas y las chapadas, hasta que se escuchaba el grito de la mamá o el papá llamando para regresar a la casa. ¿Mañana la continuamos, ya? Mostro.


Las escondidas y el matagente


De niño, Jorge Eslava jugaba a las escondidas y al matagente en su barrio, el de la calle Daniel Alcides Carrión, en Magdalena Nueva. Es de los que aprendió a jugar la pelota en las calles del barrio (y lo siguió con fruición hasta antes de la llegada de la emergencia sanitaria). Mataperreaba por la huaca, el mercado, camino al colegio.

Cuidada con celo su yo-yo y docena de canicas. Había entonces, una relación más estrecha de pertenencia, porque tampoco se tenían muchos juguetes, sino escasos como pelos de calvo.

Le encantaba el teléfono malogrado con sus juegos de palabras, de combinaciones silábicas, de acrobacias sintácticas y retruécanos: había un escritor en gestación y pantalones cortos.

“Los juegos, en general, eran mucho más físicos y mucho más crueles que los de hoy. Uno aprendía a ser un buen jugador. El ganador era incapaz de burlarse del vencido y el derrotado difícilmente se picaba. Había una suerte de ritual en que todos tenían que respetar las normas. Eso contribuía mucho a la formación de uno, del compañerismo, la solidaridad, la nobleza”, afirma.

Eslava, destacado maestro de la literatura para niños y adolescentes, escribió su libro Rodillas sucias (Lima, Planeta Junior, 2021), “jalando el hilo de la nostalgia”. Es una oda a los juegos de anteayer, queda claro.

Si Tarzán siente el llamado de la selva, Eslava escribió escuchando el llamado por la añoranza. Fue antes que se instalara la pesadilla pandémica, evoca. Creó personajes y situaciones de Rodillas sucias, ambientados en seis departamentos del país (Lima, Cajamarca, Lambayeque, Puno, San Martín y Moquegua), como una manera de “rescatar los juegos que estaban en vías de extinción” y recordar que eran transversales a toda la geografía del país, básicos para complementar la educación del aula con aquella que solo saben dar los amigos y amigas del barrio.

¿ Qué pasó?


Los juegos de barrio, ensaya, empezaron a ir perdiendo terreno en los años de violencia, los años ochentas y los noventas. Los espacios públicos dejaron de ser el lugar privilegiado para niños, adolescentes y jóvenes, el mataperreo fue perdiendo su prestigio y ganaba el confinamiento, el sedentarismo. El miedo jugó a favor de los snacks, de la comida chatarra, de los videojuegos, de las cintas de video.

Porque se cerraron los parques, se pusieron trancas y guachimanes a las calles. Y la libertad se metió a la casa, “y eso castigó a ese sector vulnerable que es la infancia”. Los juegos dejaron de ser masivos, de las clases burguesas. Y solo sobreviven en contados espacios de las zonas populares.

Se reconfiguraron las ciudades: las casas dieron paso a los edificios de hormigón multifamiliares. A ello se sumó la inseguridad ciudadana. Hoy, la tecnología y la pandemia suman a esta regresión a la caverna.

Todo ello arrincona al juego físico y extingue el concepto barrio, “de crecer en una calle, de compartir juegos y secretos con amigos y amigas”, señala con nostalgia el autor.

Y el maestro Jorge Eslava, que es un deportista competitivo y amante del boxeo, ha escrito Rodillas sucias también para “reivindicar” entre los lectores ese universo de juegos y se apliquen con urgencia en el país cuando termine esta historia de mascarillas y distanciamiento social.

El narrador opina que estos juegos deben volver a los colegios, los barrios y las casas, donde hoy el wifi y la hiperconectividad aíslan a los chicos. ¿La ventaja? Los papás, los tíos y los abuelos los han jugado y los conocen muy bien. Es decir, abundan los coach a tiro de piedra. Está invitado a pasar ese conocimiento a una siguiente generación. Se divertirá.

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(FIN) DOP/RES


Publicado: 5/7/2021