Los más de 140 venezolanos que han encontrado un refugio temporal en un albergue de San Juan de Lurigancho, en Lima, comparten historias similares: han caminado muchos kilómetros, han dejado a sus familias, han dormido sin comer y, ahora en Perú, están dispuesto a trabajar "en lo que sea".
Gracias a la solidaridad de
Renée Cobeña, empresario de
Gamarra, el
emporio textil más importante del Perú, muchos
venezolanos recién llegados a Lima pueden iniciar una nueva vida con la condición de que encuentren trabajo pronto y luego
dejen el espacio que ocupaban para otros de sus compatriotas con mayor necesidad que ellos.
Son las historias de María Mendoza, costurera que llegó al Perú en junio; de Héctor Carvajal, que acaba de cumplir 22 años; de los esposos Gustavo Jiménez y Aurora Martínez, que dejaron Maracaibo por sus hijos; así como de Lilia Gutiérrez Pérez, que arribó al albergue con su pareja y dos hijos hace una semana.
María no lo pensó dos veces. Una mañana le propuso a su pareja salir de Valles del Tuy, en Miranda, y viajar hacia Colombia porque su trabajo en el servicio doméstico de un hotel y labor como costurera algunas veces cada vez era más escaso en el pueblo mientras que él no tenía ningún éxito. El dinero no alcanzaba ni para comer, ni para las medicinas. Por eso viajaron hacia el país vecino, cuando de pronto el empleo empezó a fallar.
Decidieron dejar Colombia y venir a Perú. Llegaron caminando o "tirando dedo" en la carretera que conecta nuestra frontera con la colombiana. El camino fue muy duro, les tomó quince días llegar. El 31 de mayo arribaron al albergue y allí continúan. Solo consiguen trabajo temporal donde les pagan poco.
“Pero prefiero esto, acá por los menos comemos, en mi pueblo me acostaba sin comer. Estoy dispuesta a trabajar de cualquier cosa”, afirma esta venezolana, de 59 años, que -asegura- mantiene firme su fe en nombre de su familia y el futuro.
Cansancio moral
Héctor Carvajal cumplió 22 años justo ayer y una sorpresiva celebración de sus compatriotas le alegró la tarde en el albergue. Llegó el domingo anterior desde San José de Cúcuta, Colombia, una ciudad que limita con Venezuela y que a enero de este año recibió a más de un millar de venezolanos.
Dejó El Junquito, distrito de Caracas, porque se cansó de pasar hambre, de ver que a sus 21 años la vida se le escurría de las manos. Sus ilusiones de estudiar para convertirse en chef de pastelería se truncaron.
Su talento para preparar tortas, galletas y dulces no le sirvió para financiar sus deseos de progreso, porque nadie le pedía un postre. Por eso viajó también a Colombia hace tan solo un mes, animado por una prima.
Pero las condiciones de trabajo se endurecieron en Cúcuta porque los lugareños ya no querían saber nada de ellos. Entonces decidió emigrar al Perú, donde ya hay cerca de
400,000 venezolanos. El domingo cumplirá una semana aquí. Tiene miedo porque no cuenta con Permiso Temporal de Permanencia (PTP), documento que les permite regularizar su situación migratoria, trabajar y tributar, así como acceder a servicios básicos de salud y educación.
Héctor ingresó por la frontera de Tumbes a pie, solo, y lleva como tarjeta de presentación su cédula de identidad.
“Me siento triste porque no puedo organizar mi vida por falta de pasaporte, no sé qué hacer, la caminata para llegar aquí fue muy dura. Pero cuando recuerdo a mi abuela Petra, a mi familia, vuelve el ánimo y la firmeza a mi corazón.”
Amor por la familia
Este sábado 25 de agosto se empezará a
exigir pasaporte a los venezolanos que busquen ingresar a Perú. Gustavo Jiménez (de 54 años) y Aurora Martínez (de 47) no tendrán problemas. Salieron de Maracaibo hace un año con ese documento para vivir en San José de Cúcuta. Pero abandonaron esa ciudad colombiana por las mismas razones que Héctor.
Hace 15 días llegaron al Perú, y viven en el albergue, que si bien es un lugar que los cobija por un tiempo las condiciones se han tornado difíciles. En el espacio que comparten con sus compatriotas en el segundo piso se instalaron diez camarotes. En cada cama duermen dos personas. Hay hacinamiento.
Ambos son administradores de empresas que, antes de la crisis económica y política en su país, podían pagarles a sus hijos el estudio en la universidad. Pero se empobrecieron lentamente. Salieron sin prácticamente nada de su tierra, cada uno con su mochila al hombro.
“Salimos pobres, pobres... Pero estamos dispuestos a enfrentar las dificultades como el ser rechazados de empleos porque somos mayores. Nuestra esperanza se mantiene firme por nuestros chamos. Por ellos seguiremos”. Y un ligero brillo en sus ojos delata su convicción.
Estables y sanos
Lilian Gutiérrez (24) y Cristóbal Solórzano (28) son una joven pareja que intentó instalarse en Brasil hace un año, pero no les fue bien. Regresaron a Valencia, Carabobo donde vivían para intentar nuevamente consolidar su familia en su país. No lo lograron.
Eligieron partir nuevamente. Pero esta vez a Perú con Tiago de tres años en los brazos, y Ogait de seis meses también. “Llegó un punto en el que no podíamos alimentar adecuadamente a nuestros niños, y solo las yucas ocupaban nuestros platos.
El punto de quiebre fue la baja de azúcar del más grandecito y ver de cerca la muerte, llegamos al límite”, cuenta. Lilian y Cristóbal llegaron el 13 de agosto. Ella no imaginó salir a la calle a vender chocolates con su familia, pero lo hace todos los días. Le tocó, y continuará, dice. Lo único que quiere es estabilidad para sus hijos y que crezcan sanos.
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(FIN) SMS/RRC