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Proponen que Lima rescate carnaval de antaño y deje atrás vandalismo

Décadas atrás, estas celebraciones destacaron por el colorido de sus corsos

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11:40 | Lima, feb. 17.

Por Eduardo García

Los limeños tendríamos que hacer un esfuerzo por revivir el carnaval de antaño de Lima, la de los corsos y disfraces, de los juegos de chisguetes de agua y talco perfumado, que prevaleció en nuestra capital entre las décadas de 1920 y 1940, y no esa versión de vandalismo y excesos que felizmente se ha ido extinguiendo con el transcurso de los años.

Es paradójico, por decir lo menos, que prácticamente todas las regiones del Perú tengan o mantengan sus carnavales como fecha festiva que celebra su identidad cultural y hasta étnica, pero que Lima, la capital del Perú, la ciudad principal, haya tenido que renunciar a esta fiesta porque fue capturada por las pandillas y los vándalos.

Ahí están el Carnaval Negro de Chincha, que se celebra por estos días, y que reafirma la cultura afroperuana, los carnavales de Cajamarca, Puno, Huaraz, etcétera, cada uno celebrando su tradición regional. Y, así, muchas otras ciudades. 

Basta ingresar en la página web ytuqueplanes.com, de Promperú, para conocer todas las fiestas a escala nacional en
homenaje al rey Momo. De la capital solo figuran las festividades de Cajatambo, Obrajillo y Cañete, muy respetables, por cierto, pero que corresponden a las provincias de Lima. Pero, ¿y Lima metropolitana?

Carnaval de Leguía 

Por si no se recuerda, la capital peruana ya vivió una etapa de esplendor en la celebración de su carnaval, cuando el presidente Augusto B. Leguía institucionalizó la fiesta, en 1922, con corsos, carros alegóricos, reinas de belleza y tres feriados de por medio, como se celebra hasta ahora en Río de Janeiro. 

Lo criticable es que la fiesta incluía el onomástico del gobernante, el 19 de febrero. “Durante las primeras décadas del siglo XX, el carnaval empezó a ser concebido como elemento de identidad nacional. Ello contribuyó para que, con el inicio de la ‘Patria Nueva’ de Leguía (…), se estereotipara a los carnavales europeos, a través del desfile de carros alegóricos, batallas de lores y la exhibición de reinas de belleza, elegantemente vestidas, con finísimos y ricos trajes Pompadour”, comentaba nuestra revista Variedades en las ediciones de la época.

Las crónicas periodísticas de aquellos tiempos dan cuenta de que el desfile era abierto por el propio presidente Leguía, quien salía de Palacio de Gobierno en un auto descapotado. La fiesta finalizaba los miércoles de ceniza, con el tradicional viaje a La Punta o Chorrillos, donde había corrida de novillos, carreras de burros, el palo encebado, el entierro de Ño Carnavalón y, por supuesto, la misa que iniciaba la Semana Santa.

La era de Prado 

Curiosamente, el carnaval de Leguía vino a reemplazar una fiesta muy popular en Lima, festiva y jaranera, que celebraban por separado todas las clases sociales. Y si bien incluía agua y talco, el ‘agasajo’ a las víctimas, no llegaba a los niveles de violencia que adquirió después. 


En 1958, el gobierno de Manuel Prado prohibió el juego de carnaval en las calles, canceló los corsos y los feriados del Oncenio y redujo la fiesta solo a los domingos de febrero.

A partir de entonces, lentamente los carnavales han ido languideciendo, primero por represión de las autoridades,
debido a la violencia y el vandalismo que se desataban en las calles y que terminaban, muchas veces, con detenidos, heridos y hasta muertos.

A esto se sumaron las municipalidades distritales, con prohibiciones y multas a los que osaran salir a mojar a la gente. Y, ahora último, la escasez de agua en la capital durante el verano, que hace socialmente censurable que se gaste el agua en estos juegos.

El carnaval es una fiesta nacional –lo celebran la mayoría de regiones– y también una fiesta universal que en Sudamérica está presente en Brasil, Ecuador, Bolivia y otros países. Es importante que Lima también tenga el suyo, pero sin violencia.

(FIN) DOP/EGZ

Publicado: 17/2/2017