Son más de las seis de la tarde y el cielo empieza a colorearse de naranjas y rojos infinitos. El sol se mueve acariciando el horizonte, hasta posarse y hundirse en él, y deja la estela de un sublime espectáculo: las aguas marinas y la arena se encienden con el fuego de un mágico atardecer.
El periplo que hemos venido a hacer por el norte chico descubre esos tesoros que están guardados muy cerca de nosotros, sin salir de la región Lima.
El espíritu aventurero indica que es tiempo de buscar nuevos destinos, más espectaculares que los acostumbrados y con el plus de que no son, literalmente, invadidos por la gente. Así, decidimos enrumbar hacia el norte de Lima, a buscar playas escondidas.
El mágico litoral se abre cual abanico ni bien dejamos la variante de Pasamayo. Vamos más allá, a hurgar por las caletas, bahías y ensenadas que regala Huaura, pujante provincia donde se mezcla la naturaleza con su rica historia y la amabilidad de su gente. No por nada a Huacho, su capital, la reconocen como ‘Capital de la Hospitalidad’.
El sol nos da la bienvenida en la acogedora Huacho. Lo primero, de ley, es degustar el típico desayuno huachano. En la cuadra 1 del jirón La Merced, frente al mercado, la amabilidad de don Simón Kian y de su señora hacen que este desayuno sea inolvidable.
Luego empezamos en Végueta. Muchos pasan de largo el desvío que lleva a este poblado, en el kilómetro 159 de la Panamericana Norte. No saben lo que se pierden. Acá se yergue uno de los complejos arqueológicos más importantes de la costa.
Vichama, íntimamente ligado a la cultura Caral y a un mar generoso. Visitarlo es un imperativo. Sabiendo algo más de esta antigua civilización, vamos al encuentro de ese océano que ellos respetaron y nos sorprendemos con los campos de cultivo que casi tocan las aguas marinas.
Ahora la historia tiene el color del mar. Comentan que en Tambo de Mora, una bella playa veguetana, el general don José de San Martín desembarcó para continuar con el proceso independentista del Perú.
A esta hora de la mañana, cuando el sol aturde y el mar se insinúa como un verdadero deleite, cumplimos el ritual de verano: una inmersión en esas aguas tranquilas y a tirarse en la arena, bajo el sol, previamente untados con un bloqueador solar de alto factor de protección.
Ya en la cálida Huaura, tomamos contacto con la playa Centinela. Se trata de un verdadero edén para los surfistas. Espera, medio escondida, a la altura del kilómetro 153 de la Panamericana, con sus ordenadas olas, piedritas y un bosque de palmeras que le da un encanto singular.
Nos vamos ahora hasta el kilómetro 136. Aquí, un desvío hacia una vía que pide urgente mantenimiento, nos contacta con un espectacular ecosistema, para nosotros, de lo mejor de este periplo.
El mar besa no solo la arena de la playa, sino también las orillas de la albufera (laguna que emerge al costado del océano). Llegamos al paraíso. Y, sí, ese es su nombre, Paraíso. Laguna y mar, todo a disposición en un lugar donde la tranquilidad es parte del paisaje.
Un paseo por las orillas lacustre descubre bandadas de gaviotas, cormoranes, zarcillos y hasta emblemáticos flamencos, que se regodean en este edén.
A unos pasos, la tranquilidad del mar tienta, oportunidad que no desaprovecho. La tarde se prepara para el "sunset". El cielo se enciende, mientras el astro rey se acurruca sobre el horizonte. Es el broche de oro para cerrar esta travesía que iniciamos huyendo de lo clásico y que acá, en el norte de Lima, nos deja boquiabiertos.
(FIN) DOP/JCR/MAO
Publicado: 27/1/2016