Por Luis IparraguirreSe estira como plastilina antes de entrar al agua. Ríe al juguetear con su “futura esposa”. Llora al recordar el fuego que borró sus piernas allá. Para él, cada paso representa un esfuerzo mayúsculo. Se emociona al hablar de su padre, asesinado el mismo día en que él nació.
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Juan León Durán se vuelve a estirar. Espera lo mejor de la vida, aunque esta le ha dado mala cara en gran parte de sus 31 años. Tiene fe en el futuro y una zunga con estampados de superhéroes de Marvel. Espera una medalla que seguro llegará. Pero, sobre todo, ama con sinceridad porque es la única forma con la que sabe conjugar el verbo amar.
Juan León no podrá rugir debajo del agua, pero puede nadar más rápido que cualquier paradeportista en su categoría. “Ya en Brasil gané una medalla de bronce, para luego, en Colombia, llevarme tres medallas: una de oro, una de plata y otra de bronce, lo que me permitió clasificarme para los Juegos Parapanamericanos de Lima 2019”.
Con entrenamientos diarios en las piscinas de la Municipalidad de La Punta o en el Estadio Nacional de Lima, Juan se prepara para afrontar esta competencia internacional en la mejor de las formas. “Desde que me dijeron que podía practicar en la piscina de forma gratuita, me he venido preparando con perseverancia para ingresar a la selección gracias a los fuertes entrenamientos del profesor Fernando Cuadros”, recuerda. Cerca, lo aguardan las prótesis donadas con las que se moviliza.
Superar las tragedias
Las tragedias empezaron el mismo día que dejó el vientre de su madre: mientras Juan nacía en el hospital San José del Callao, a muchos kilómetros de allí, en un ritual de odio y maldad, Sendero Luminoso decapitaba a su padre en un caserío de la selva de Huánuco. “Nacer el mismo día que mataron a mi padre me hace pensar que parte de él está dentro de mí”, dice. A Juan le gusta escuchar cuando su mami le dice que es el vivo retrato de su padre.
A los 27 años, era un joven risueño. Fue cuando sucedió el accidente que derritió su felicidad y lo dejó sin extremidades inferiores.
Sucedió a días de celebrarse las Fiestas Patrias del 2014, muy cerca de una fogata, jugaba irresponsablemente con una lata de tiner que rápidamente hizo arder su ropa. “Gritaba del dolor mientras mi pantalón de polar se derretía”. Baja la mirada y añade que “escarbar el pasado es muy triste para mí… recordar lo que ya he superado me resulta doloroso”.
“[El accidente] cambió mi estilo de vida, mi físico y mi personalidad”. Juan soportó quemaduras de tercer grado. Debido a la gravedad de las heridas, los médicos debieron amputarle ambas piernas, casi a la altura de la cintura. Si Juan no tomaba la decisión de perder sus extremidades inferiores, su carne viva se hubiera colonizado de bacterias y hongos que le podían producir una infección generalizada que desencadenaría en la muerte.
“Hay un juego entre la vida y la muerte: si quieres vivir, vive con las piernas apuntadas, y si quieres morir, muere completo”. Juan tiene muy claro que aceptar el pedido de los doctores fue la mejor decisión. “No estaría sentado aquí si no daba la aprobación a los doctores”.
Nace un paradeportista
Juan tuvo que pasar por muchas terapias físicas y psicológicas para aceptar su nueva situación; que no podía retroceder el tiempo. Tenía que salir adelante sin mirar atrás. Pero no fue fácil: muchas empresas le negaron la posibilidad de trabajar con ellos. ¿Temor? ¿Desconfianza? Para sobrevivir, terminó vendiendo golosinas y llaveros en calles y ómnibus, y es allí cuando un profesor lo ve y le recomienda practicar natación gratis en la piscina del Estadio Nacional.
“La primera vez que entré a la piscina casi me ahogo. Yo sabía nadar, pero como tenía un nuevo cuerpo, pues tenía que acostumbrarme. Ahora, con el fuerte entrenamiento, espero ganar una medalla para mi país y clasificar para los Juegos Paraolímpicos de Tokio 2020”, nos dice mientras su novia, Lindsay, lo abraza cariñosamente.
Lindsay Masgo Cano también es nadadora paradeportista. Ella perdió la pierna a los 14 años por una herida mal curada luego de pisar un clavo oxidado. “Conocerlo ha sido motivo para salir adelante. Lo amo, me siento feliz y emocionada de estar a su lado”, dice antes de ordenarle a Juan que se saque la gorra para besarlo.
“Esto me ha enseñado a ser más fuerte”, añade Juan: “Quiero transmitir esta fortaleza a jóvenes, padres y madres de familia que piensan que los golpes de la vida te van a atascar, esto me enseñó a superarme y a soñar y vivir como antes no lo hacía”.
Juan le dice a su novia “te amo” tantas veces como brazadas da en estilo libre. Juan siempre le agradece a su madre por las atenciones, como cuando agradecía por cada moneda que llegaba a sus manos en los micros de Ventanilla.
Sobre un cerro en Pachacútec (Ventanilla), Juan ha podido construir su casa con esfuerzo. Cada día, baja de ese cerro para entrenar y representar al país. Juan no sabe qué es el rencor. No hay amargura en su rostro siempre sonriente.
“Llámame Juancito”, nos pide, y nos deja esa sensación placentera de cuando conocemos a una gran persona. Es alguien que desea alcanzar grandes metas en cada brazada que da en la vida.
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(FIN) LIQ/RES
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Publicado: 24/4/2019