Ser mamá y luego abuela, suele ser el orden que impone la vida, pero ¿qué pasa si nunca se deja de ser mamá? ¿Qué pasa si esta responsabilidad nunca termina? Estas preguntas las podría responder Juana Antonia Condori Quispe, una
madre que, pese a sus 73 años, sigue llevando de la mano y con mucho amor a la última de sus hijas, quien es una persona con discapacidad.
Juana atiende con esmero a Celia, de 52 años, quien no puede desplazarse con facilidad. Siempre se les ve juntas, cuando cosecha los tumbos que produce su huerto, cuando vende sus productos en los mercados cercanos a Cerro Colorado y hasta cuando sale a cantar la música que le gusta. Siempre lleva de la mano a su hija, quien aprendió a tocar la tinya. Además, hace poco incorporó a su vecino Basilio Quepi Ranilla, quien la acompaña con la quena.
Juana nació en el anexo de Rituy, en el distrito de Viraco. Fue la última de 8 hermanos, siete de los cuales murieron a causa de neumonía. Fueron muriendo uno a uno, pues acceder a la atención médica era un lujo para ellos. “Dos días tenías que caminar para acudir a la posta médica”, recuerda Juana.
Como hija única, fue una niña solitaria. Jugaba sola y no iba al colegio, pues este quedaba lejos del caserío donde vivía y sus padres tenían que trabajar. Cuenta que eran muy pobres; sembraban zapallo y maíz, para alimentarse. Como Juana quería estudiar, cuando fue adolescente se mudó a casa de un familiar en Arequipa. Allí ayudaba en los quehaceres y acudía al colegio, pero no pudo culminar la primaria.
Tenía 21 años cuando se enamoró y se casó. Se fue a vivir a la ciudad de Arequipa y tuvo 7 hijos, tres mujeres y cuatro hombres, la mayor es Celia. Cuenta que en esa época pensó que su vida sería mejor, pero su esposo era violento y despreocupado. Entonces trabajó de sol a sol para alimentar a sus hijos, vestirlos y mandarlos al colegio.
Vendía legumbres en el mercado, cocinaba y lavaba ropa, y hasta trabajó en los programas de empleo que ofrecía el Ministerio de Trabajo por aquel entonces. Su vida era trabajo, sufrimiento y maltrato, hasta que, al cumplir 48 años, se marchó de la casa llevándose a sus hijos. “Sola los saqué adelante y trabajé duro. Mis hijos ya han hecho su vida. Todos tienen familia, salvo mi Celia, quien siempre está conmigo”.
Así, siempre juntas, realizando diversas labores para mantenerse, se les ve a Juana y Celia caminando tomadas de la mano por las calles de Alto Libertad, en Cerro Colorado, donde viven. “Me gusta cantar huainos de carnaval, porque me alegran la vida, y más porque lo hago junto a mi hija”, dice esta madre excepcional con ternura.
(FIN) NDP/LZD